jueves, 8 de diciembre de 2011

Enigma Perrota (writer's version)

La reseña original sobre "El enigma Perrotta" era algo distinta de su versión publicada, pero así es uno de los gajes de este oficio. Debí recortarla bastante.

Sin embargo, con el solo fin de mostrar un poco cómo es la edición en la práctica cotidiana de un medio impreso, copio a continuación la reseña original, tal y como la escribí sin meditar en ese innegociable límite llamado "espacio" en un diario.

Esta es, pues, la writer's version:

-Infante, ¿qué es ese botón en su chaleco antibalas?

-Un símbolo de la paz, señor.

-¿Qué es lo que tiene escrito en su casco?

-“Nacido para matar”, señor.

-¿Escribió “Nacido para matar” en su casco y porta un símbolo de la paz? ¿Qué se supone que significa? ¿Algún tipo de broma enferma?

-No, señor.

-¿Qué se supone que significa?

-No lo sé, señor.

-¿Usted no sabe mucho, no?

-Pienso que estaba tratando de sugerir algo acerca de la dualidad del hombre, señor.

-¿Qué?

-La dualidad del hombre. La cosa jungiana, señor.

-[Silencio, tono más grave] ¿De qué lado estás, hijo?

-De nuestro lado, señor.

Brillante y polémico, “Nacido para matar”, de Stanley Kubrick, es considerada una de las mejores películas bélicas de la historia. Entre otros motivos, porque desnuda las complejidades del ser humano bajo estrés extremo, sintetizado en el icónico diálogo entre el sargento, “Joker”, y su coronel.


La alusión de “Joker” –es decir, Kubrick– al psicoanalista suizo Carl Jung no fue casual. Estudió como pocos las dualidades y contradicciones del hombre, aquellas que lo tornan inasible para quienes lo rodean e incluso para sí mismo, so pena de caer en simplificaciones, estereotipos y encasillamientos.

María Seoane debió afrontar ese desafío en “El enigma Perrotta” (Editorial Sudamericana, 462 páginas), de subtítulo elocuente: “De hijo del poder a informante del ERP. La historia secreta del dueño de El Cronista Comercial desaparecido por la dictadura militar”.

Autora de varios libros sobre protagonistas y momentos decisivos de la época más oscura de la Argentina, Seoane encaró el desafío con la humildad de quien prefiere exponer posibles causas de ese “enigma” llamado Perrotta, sin concluir que una u otra haya sido la decisiva.

La decisión de Seoane podrá molestar a algunos lectores, que se toparán con varios pasajes en los aclara que “es probable” o “es posible” que la conducta de Perrotta se debiera a tal o cual motivo, que incluso ubica entre signos de interrogación. Pero a la larga se agradece, porque esquiva las simplificaciones.

Así, la actual directora de Radio Nacional y ex editora de Clarín expone causas internas y externas que pudieron empujar a Perrota –un “nazi” en su juventud al decir de su esposa– a circular por el Jockey Club y el Círculo de Armas, jugar al golf con “Joe” Martínez de Hoz o departir con Eduardo Massera, al tiempo que proveía información al jefe del ERP, Mario Santucho, y recibía fondos de Montoneros para sostener su diario.

¿Fue por su padre ausente? ¿Una derivación de su militancia católica de otrora? ¿Por amor a una militante chilena? ¿Por ingenuo? ¿Por su tendencia a mimetizarse con la gente del poder? ¿Por su deseo de ser protagonista? ¿Para correr por izquierda a Jacobo Timerman y a su flamante diario La Opinión? ¿Por el contexto en que debió moverse? ¿Por todo eso y más? ¿O acaso por ninguna de esas razones?

Seoane expone en el derrotero de Perrotta lo que Nicolás Maquiavelo advirtió en “El Príncipe” hace casi 500 años: que quien cambia de bandos queda en ninguno. Y así, que a quienes deja atrás lo considerarán un traidor y sus nuevos aliados, un advenedizo. Esa fue la tragedia de Perrotta, ese “contrasentido”, como lo definió su ex jefe de redacción, Roberto Guareschi: “Ser un hombre de negocios y querer ser un hombre de izquierda”.

El resultado fue su múltiple negación: por los periodistas que trabajaban para él, que no lo consideraban uno de ellos; por los empresarios, que lo repudiaron por ventilar sus infidencias y más aún tras conocer sus vínculos con la guerrilla; por los gremialistas, que a menudo veían en él sólo a “un señor burgués”; por el ERP, que lo consideró como “periferia”, no un cuadro o militante, al punto de entregarlo durante un interrogatorio; por el conglomerado de medios locales e internacionales, que ignoró su desaparición; y hasta por otros detenidos, “tal vez por su origen social”, recuerda una sobreviviente del centro clandestino Pozo de Banfield. “Sé que nadie quería compartir calabazo con él por esto”.

Perrotta, en suma, jugó con fuego hasta quemarse. Y perder su activo más precioso, aquel por el que “era”: El Cronista Comercial. Ése que lo llevó a sentirse impune, a afirmar que “en la Argentina hay 200 tipos intocables, y uno soy yo”. Su pérdida anticipó su final, como le indicó una voz telefónica a su mujer: “Esta venta le cuesta la vida a su marido”. Menos de once meses después, en abril de 1977, lo chuparon.

El libro vale y mucho. Porque como la autora destaca sobre el final, el enigma de Perrotta no radica “en su muerte, sino en su vida”. Que sintetiza y encarna, como pocos, el complejísimo enigma de la argentinidad. Contradictorio, claroscuro y tantas veces inasible. Como le resultó al coronel la dualidad del sargento “Joker”.

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