Como ocurrió con la reseña del libro de María Seoane (ver
acá), el diario publicó la versión redux del texto. Simples e innegociables razones de espacio (tengo que empezar a escribir más corto).
Esta es la versión original de la crónica que publiqué anteayer en LA NACION, basada en los testimonios de 17 protagonistas y testigos directos de aquellas horas.
Quizá les agrade.
Con el ruido de las aspas a pleno, le ordenaron a Fernando de la Rúa que agachara la cabeza. “¿Qué dijo?”, le replicó al edecán, Gustavo Giacosa, que lo tomó de la nuca y lo empujó hacia abajo y adelante. Corrían por la azotea de la Casa Rosada y a su lado iba el subjefe de la custodia presidencial, el subcomisario Marcelo Lioni, el calvo al que muchos tomaron, al verlo por TV, por el ya renunciado Domingo Cavallo.
Eran las 19:52 del jueves 20 de diciembre de 2001 y el suboficial de la Fuerza Aérea José Luis Orazi abrió la puerta del helicóptero. Entraron los tres pasajeros y dio la señal para que despegara el Sikorsky S76B. Todo transcurrió en un minuto, según el registro oficial de vuelo.
De allí en más enfilaron hacia la Quinta de Olivos, aunque manejaron dos opciones más: Campo de Mayo y Uruguay, si el peligro para el Presidente aumentaba. Porque allá, en las alturas, De la Rúa era aún Presidente. Los pilotos ignoraban que había renunciado. Pero sabían que algo ocurría.
Minutos antes, el padre de uno de ellos, Carlos, sólo había atinado una pregunta antes de callar, emocionado. “Claudio, ¿vos hoy estás de turno?”. Nada más. Y tras unos segundos de silencio, su madre, Erika, tomó el teléfono y completó el mensaje. Le desearon suerte.
El mayor Claudio Zanlongo (foto, abajo, junto al helicóptero) y el vicecomodoro Juan Carlos Zarza volaron entonces rumbo a la Plaza de Mayo. Fueron tres minutos y medio desde el Aeroparque, donde esperaron durante horas para completar la misión: posarse sobre la Casa Rosada y sacar a De la Rúa de allí.
Sobrevolaron el Río de la Plata, giraron sobre el Edificio Cóndor, el Correo y el Banco Nación, viraron sobre el Cabildo, cruzaron la Plaza y posaron al Sikorsky S-76B sobre el helipuerto, sin jamás descargar las 3,5 toneladas para reducir el riesgo edilicio.
“No es que la Casa Rosada pudiera derrumbarse, pero sí corríamos el riesgo de que vibraran el techo y las paredes del Salón Blanco, y se fisurara todo. Otra vez”, recuerda el entonces coordinador del Departamento Técnico de la Casa Militar, el arquitecto santiagueño Mario Casares. Fueron años de restauración, de matar ratas y hasta de un balde naranja en el despacho presidencial por goteras. Y ningún deseo de que el helipuerto volviera a utilizarse, como Isabelita en el ‘76 y Raúl Alfonsín, la Pascua del ’87, con una muesca del destino: Zarza, más joven teniente 1°, fue también el piloto de aquella Semana Santa, según muestran las fotos de la época.
Para las 9 de aquel jueves 20 de diciembre de 2001, Casares había recibido la orden de llevarle los planos de la azotea al flamante jefe de la Casa Militar, el vicealmirante Carlos Carbone, con menos de 48 horas en su cargo. Le pidieron absoluta reserva a Casares y le plantearon la posibilidad. “Acá no se puede aterrizar”, les retrucó. Al final, llegaron a un consenso: el helicóptero podía posarse, sin descargar todo el peso sobre el techo. Y hasta allí fueron, con el jefe de operaciones de helicópteros de la Casa Militar, el comodoro Sergio Castro, que dibujó un croquis de la zona, con las antenas y otros riesgos para la maniobra de aproximación.
Para entonces, Zarza y Zanlongo ya habían volado por la mañana desde la Quinta de Olivos para dejar a De la Rúa junto a la Casa Rosada, en el helipuerto tradicional, junto a la avenida Huergo. Sabían que había incidentes y que la Plaza de Mayo era el epicentro de la puja que Miguel Bonasso sintetizó con maestría como “El Palacio y la calle”. Pero desde allá arriba, desde las alturas, el panorama parecía calmo.
“Recuerdo que cuando esa mañana pasamos por la Plaza de Mayo, rumbo a nuestra base en Moreno, pensé: ‘¡Qué exagerados estos periodistas!’. Todo se veía tranquilo”, cuenta Zanlongo, retirado ya como vicecomodoro y en la Aviación Civil de Salta, donde se encarga de vuelos sanitarios y, más de una vez, de trasladar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner cuando va a esa provincia o a Jujuy.
Su hijo, Alexis Zanlongo, estaba más al tanto que él de la represión, de los muertos y de los saqueos. Con 14 años, se había llevado matemáticas a diciembre. Fue a rendir. “Volvé el 26”, le retrucaron. Con el colegio cerrado, se pasó el día frente al televisor, grabando todo con la videocasetera y maldiciendo porque no andaba del todo bien.
Apostados en la VII Brigada de Moreno, Zarza y Zanlongo completaron la revisión habitual del Sikorksy cuando los mandaron a la plataforma militar de Aeroparque. “Van a llegar órdenes”, fue el lacónico mensaje.
En Aeroparque los recibió el brigadier y veterano de Malvinas, Sergio Mayor, que los citó en su oficina. “Tengan cuidado”, les dijo y les cedió la oficina, donde Castro, el del croquis sobre la azotea de la Rosada, les comunicó el plan por teléfono. “Nos dijo que había disturbios y que quizá no podríamos sacarlo al Presidente de manera normal porque era un peligro”. Segundos después, les mandó por fax el croquis para que lo estudiaran.
A Aeroparque llegó algo más. La orden de evaluar tres posibles destinos: Olivos, Campo de Mayo y Uruguay, según cuán insegura o peligrosa fuera la situación. Y cruzar el Río de la Plata fue una opción, aún cuando el entonces jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, puso a disposición todas las guarniciones militares del país a la familia De la Rúa.
Los pilotos revisaron las condiciones del tiempo. En particular, el viento. Mientras tanto, por cadena nacional, minutos después de las 16, De la Rúa convocaba a la “unidad” por cadena nacional. Para esa hora, la diputada Graciela Ocaña y sus compañeros del ARI ya habían radicado una denuncia por los homicidios cometidos por fuerzas policiales y parapoliciales.
De allí en más, y a medida que el PJ y la UCR le soltaban la mano al Gobierno, el proceso se aceleró. Hasta que el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini salió del despacho decisivo y pidió una hoja con membrete presidencial. Eran las 19,37, De la Rúa redactó a mano su renuncia y se fue al baño. Solo.
“Gracias Víctor por todo”, le dijo al fotógrafo oficial de la Presidencia, Víctor Bugge. Y lo abrazó. Cuando salió del baño, lo tomó del brazo. “Vení, vamos a hacer la última foto”, y Bugge registró la histórica imagen de De la Rúa acomodando sus últimas cosas. Pero no fue la última foto. Esa llegaría minutos después.
“Confío en que mi decisión contribuirá a la paz social y a la continuidad institucional de la República”, decía el texto de la renuncia, cuya copia guarda el arquitecto Casares. “Un empleado tenía que sacarle fotocopias y le pedí una”, rememora.
A metros de allí, entre los llantos del primer piso ya semivacío y los funcionarios que guardaban sus cosas en cajas de cartón, una voz arengó a los pocos que quedaban junto a De la Rúa: “¡Lo acompañamos todos!”. Pero su secretario privado, Leonardo Aiello, paró la movida. “No, de ningún modo. El Presidente se va con el edecán, como siempre”.
De la Rúa tomó su copia privada de la Constitución Nacional y firmó el último decreto: 1682/2001. Según el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), para regularizar las acciones de la Policía y enmarcarlas dentro del contexto de “conmoción interior”.
Entonces sí, De la Rúa entró al ascensor más privado de la Rosada, junto a Rodríguez Giavaranni y el teniente coronel Gustavo Giacosa, también con apenas 48 horas como edecán. “Fernando, hiciste todo lo posible. Cumpliste con tu deber”, le dijo el canciller. Y subieron, al helipuerto.
Zanlongo jura, sin embargo, que mientras se aproximaban a la Rosada no vio nada de aquel caos. “Estábamos concentrados en la maniobra de aterrizaje, en los cables y las antenas. No miré para abajo porque trataba de ver posibles obstáculos no detectados antes”, recuerda. Más aún desde que la comunicación con el comodoro Castro se cortó minutos antes de la aproximación final.
“Mi viejo está ahí”, pensó Alexis Zanlongo mientras veía al Sikorsky por la tele. Tiempo después supo que en teoría la maniobra debía resultar una sorpresa. Pero se anunció por televisión. “Yo temía que pasara algo. Que alguien le tirara un misilazo o algo, yo qué sé”, cuenta hoy.
A las 19:52, el helicóptero se colocó en estacionario sobre la Rosada y, en ese momento, Zanlongo sintió un relámpago. Era el flash de la última foto de Bugge, al que un custodio, también nuevo en su cargo, intentaba sacarlo de allí. Por eso la imagen aparece con un encuadre, si se quiere, desprolijo.
Todo transcurrió en un minuto, según el registro oficial de vuelo. Durante los 4 minutos y medio que siguieron hasta la Quinta de Olivos, De la Rúa no habló. Sólo se calzó sus anteojos, los mismos que se quitó la víspera, en gesto teatral, para anunciar el estado de sitio por cadena nacional y repudiar a los “grupos enemigos del orden y de la República”. Se limitó a ver por la ventanilla. Abajo el conteo final llegaría a 39 muertos y cientos de heridos.
Ya en Olivos (foto, arriba, de la vista aérea de la Quinta Presidencial), el intendente de la Quinta recibió a De La Rúa junto al jefe del Regimiento de Granaderos, coronel Roberto Fonseca, que esos días reforzó la guardia. En vez de los 120 efectivos del tradicional Escuadrón Chacabuco, llegó a ubicar 300, de fajina.
La última frase de De la Rúa que escucharon quienes lo rodearon aquel atardecer fue una frase breve, cuando su mujer y sus hijos lo abrazaron: “Era insostenible”. Luego se arrepentiría de haber salido por el techo de la Rosada, más allá de las razones de seguridad que esgrimió el vicealmirante Carbone. Y sólo entonces, y allí, los pilotos Zarza y Zanlongo supieron que eran testigos de un drama histórico: De la Rúa había renunciado a la Presidencia.
En la Rosada, el arquitecto Casares ya no tuvo que escaparse por una salida lateral, como la víspera, cuando los caceroleros lo tomaron por funcionario. La noche del 20 fue algo más tranquila. Pero antes, completó su última tarea: debió verificar, despacho por despacho, que los salientes no se hubieran llevado nada que no era de ellos, como cuadros, alfombras y esculturas. “Había muchas cosas empaquetadas –rememora hoy–. El clima era de velorio”.
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