miércoles, 4 de enero de 2012

La primavera de Bouazizi

Un año atrás, moría el vendedor callejero de frutas tunecino, Mohamed Bouazizi, 18 días después de prenderse fuego a sí mismo y encender así la mecha de las protestas sociales por todo el Medio Oriente, en lo que pronto pasó a llamarse “la primavera árabe”.

Algunos analistas circunscribieron las protestas sólo a su dimensión política. Pero la movida es más profunda. Involucra múltiples dimensiones sociales y económicas, entre otras. Y la historia de Bouazizi encarna las dificultades de millones como él.

Bouazizi estaba harto de las trabas que le impedían salir adelante. De hecho, él sólo quería comprar una camioneta para desarrollar su negocio. Y se hastió de los policías, de los inspectores y de los funcionarios que le pedían coimas y retornos para todo y cualquier cosa: habilitaciones, trámites, certificados, sellados y mucho más.


Así fue como el 17 de diciembre de 2010, los muchachos se pasaron de la raya y le decomisaron todo. Creyeron que así lo apretarían para que les pagara más. Pero lo llevaron al quebranto económico y, más grave, moral.

Al salir de la oficina, el muchacho de 26 años al que su familia, amigos y conocidos lo definían como un muchacho “tranquilo”, se incineró junto a la puerta.

Millones de árabes simpatizaron de inmediato con Bouazizi y con sus frustraciones, con su hartazgo ante la corrupción endémica y la farsa de las instituciones que sólo sirven de fachada para prácticas corruptas, para las componendas y el status quo corporativo.

Bouazizi es, hoy, un ícono, como bien recuerda el economista peruano Hernando de Soto, en un estupendo ensayo publicado en la revista Foreign Policy (ver, acá).

Porque de eso se trata cuando se habla de corrupción. No por la corrupción en sí misma, onda maestra ciruela: "Mala, mala, mala". Se trata de exponer cómo daña la vida cotidiana de millones que sólo quieren progresar, jugar limpio, sin tener que poner rupias a diestra y siniestra para avanzar. Y que tampoco tienen por qué lidiar con hijuéputas que consumen millones de pesos (ajenos) en, por ejemplo, grandes contratos hospitalarios para que luego en el hospital público no haya ni para curitas. O que cada curita le cueste al Estado una verdadera fortuna porque la mitad de la tarasca se fue a los bolsillos del director del hospital, el proveedor, el ministerio de Salud, el capo de la obra social, los delegados gremiales y unos cuantos más.

Acaso, sólo acaso, su muerte no haya sido en vano.

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