El email era celebratorio. Jubiloso. Hiriente. “¡Al fin se murió este [insulto]!”. Y lanzaba una serie de comentarios pretenciosamente cómplices, en la suposición de que, dado que investigué al ex presidente Néstor Kirchner y a su todo su entorno, yo lo consideraba un “rival” o, incluso, un “enemigo”. Ergo, yo debería saltar de felicidad ante su muerte.
Error.
Está claro que Kirchner cometió muchos errores, pudo comportarse como un perverso -como alguna vez lo caracterizó una opositora sagaz-, y pudo gustar más o menos, pero nunca, ni por asomo, encarnó el mal.
¿Cómo podemos regocijarnos en la muerte de alguien? ¿Qué dice de sí mismo quien desea algo así, como décadas atrás se pintó “viva el cáncer” ante el largo padecer de Evita?
Hubo una época en la que se hablaba de la “amistad social”. Esto es, que no todos los argentinos, ni todos los que habitan nuestra patria, son mis amigos. Pero por esa “amistad social”, me alegro o cuanto menos tolero cuando me encuentro con ellos. Son mis coterráneos, son mis compatriotas.
Con quien tropieza o llora comparto la condición humana, que está llena de luces y de sombras. La muerte de cualquiera debe despertar piedad, compasión. O, siquiera, un silencio respetuoso, que lleva al ser humano a descubrirse.
Respetar el dolor ajeno es una mera cuestión de empatía humana. Por alguien que muere, suele haber alguien que sufre. Y es obvio que muchos sufrieron la muerte de Néstor Kirchner. Su esposa, la Presidenta, sus hijos, sus familiares, sus amigos, sus colaboradores, sus aliados, decenas de miles que pasaron por allí para despedirlo y millones más que lo vieron –y lloraron- por televisión.
Se trata, además, de un ex Presidente de la Nación, electo y revalidado por las urnas. Y, más allá de lo que se le pueda enrostrar –lo investigué y volvería a investigarlo-, fue un mandatario aceptable. No fue el ideal, claro, pero tampoco el peor, ni mucho menos sanguinario, como sí los hubo en esa misma Casa Rosada. Por el contrario, sólo por haber sido electo por los votos, debo caracterizarlo, como mínimo, como “aceptable”.
¿Podríamos estar mejor? Sí. Pero también muchísimo peor. Kirchner recuperó la autoridad presidencial tras el colapso sistémico de 2001/2002, sostuvo y fortaleció la recuperación económica, renegoció la deuda externa, renovó
¿Debilidades? Las tuvo, claro. Capitalismo de amigos, vaciamiento de las instituciones que debían controlar al Ejecutivo, corrupción, estadísticas retocadas, inflación, reescritura (parcializada) de la historia –cuando no su invención lisa y llana-, y un estilo divisivo, por momentos agresivo y humillante, de gobernar.
Todo eso –y más-, positivo y negativo, se repasará cuando se evalúen sus 7 años y medio como protagonista excluyente de la vida argentina. Pero hay límites que no deben cruzarse. Si alguna vez él cruzó esos límites, quedará en su “debe”. Pero eso no habilita a quienes lo sobreviven, a incurrir en el mismo error.
Celebrar el dolor ajeno define del modo más intolerante a quien esboza la sonrisa, no así al muerto que procura descansar en paz. Y expone con crudeza a muchos opositores que sólo pueden definirse a sí mismos en contraposición a un rival que, para peor, ya ni siquiera está en el ring.
Para que quede claro: todos sus errores -y eventuales delitos- no quedan atrás, ni deben olvidarse, por su muerte. No. Lo investigué, lo volvería a investigar e investigaré a su entorno como hasta ahora. Es parte de mi trabajo. Punto.
Pero aquellos que celebran la muerte de un ex Presidente de la democracia olvidan una realidad. Pese a las complejas antinomias que revivió con su verba y su acción o incluso aquellas que él generó -y que pueden causar daños durante largos años-, hoy, la Argentina es un mejor país que cuando él, Néstor Kirchner, tomó las riendas en mayo de 2003.