Hoy se cumplen 50 años de
uno de los más bellos, potentes e importates discursos de toda la historia. El de
Martin Luther King, Jr, en la capital de los Estados Unidos, con la efigie de
Abraham Lincoln a sus espaldas.
El discurso, si no lo has visto y escuchado,
es extraordinario. Vale cada segundo. Por quién lo enuncia, por cómo lo expresa, por cuándo lo
pronuncia y, lo más relevante, por lo que dice y por lo que calla.
Casi un siglo había
transcurrido desde el fin de la Guerra Civil en Estados Unidos, pero el racismo
era aún un hecho cotidiano (todavía lo es, en muchos aspectos). Y la comunidad negra comenzaba a impacientarse, con
vertientes cada vez más virulentas que empezaban a ganar terreno, con Malcom X
e incluso los Black Panthers como líderes emergentes. Pero también porque muchos blancos esperaban que King cometiera un error, se excediera en una palabra, para reforzar sus propios prejuicios y alimentar su intolerancia.
Es en ese momento, que una
cofradía de hombres comprometidos con sus ideas y valores –King fue uno de los
más prominentes, pero no el único–, decidió concretar una demostración de
fuerza en la capital del Imperio.
Lo lograron, con un mensaje
extraordinario, que alude a la “intensa urgencia de este momento”, que defiende
la no violencia como método revolucionario. Pero no desde la comodidad de un
living (o una laptop, hoy en día), no desde la utopía boba, sino poniendo el
cuerpo, arriesgando la vida. Y perdiéndola en varios casos, como ocurriría con el propio King.
“No podemos caminar solos”,
pregona el reverendo, en un discurso rítmico, que gana fuerza hasta
su clímax. Un in crescendo extraordinario que aún conmueve.
Así, hacia el minuto 11:25,
King pronuncia por vez primera lo que hasta el final se
convertirá en una suerte de latiguillo: “Tengo un sueño”.
(Podés leer subtitulados en español clickeando en el ícono "captions", justo debajo de las imágenes)
¿Cuál? “Es un sueño
profundamente enraizado en el sueño americano”.
¿Cómo es? “Sueño que un día
esta nación se pondrá en pie y realizará el verdadero significado de su credo: 'Sostenemos
que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido
creados iguales'”.
Lúcido y acaso profético, incluso,
King indica que quizá los allí presentes, en Washington DC, no
lleguen a ver plasmado esa realidad. O que, al menos, él no. “Tengo un sueño: que mis cuatro
pequeños hijos un día vivirán en una nación en la que no serán juzgados por el
color de su piel, sino por sus personalidades”.
Poético, con una cadencia
propia de sus sermones de pastor, King va más allá. Convoca a un ideal: “Seremos
capaces de cortar una piedra de esperanza de la montaña de desesperación”, para
así al fin crear una “hermosa sinfonía de fraternidad”. Algo tan movilizador como fueron las acciones que antes y después instrumentaron King y otros muchos.
Cincuenta años después de
aquel discurso, un hombre mitad negro, mitad blanco es el Presidente de Estados
Unidos. Algo que ni King acaso soñó (o por astucia prefirió callar), pero que
sí demostró que el planteo que soñó para sus hijos es válido: Barak Obama no será juzgado por la
Historia por su color de piel, sino por su actuación como presidente.
“¡Libres al fin!”, cierra
King su discurso, del que, medio siglo después, los argentinos mucho, muchísimo,
podemos aprender.