Breve extracto de "de La jofaina maravillosa", (1922), de Alberto
Gerchunoff (1883-1950), aportado por alguien a quien respeto tanto como admiro.
(Aclaración, "jofaina", según la RAE es la "vasija en forma de taza, de gran diámetro y poca profundidad, que sirve principalmente para lavarse la cara y las manos"; y para más datos, es lo que Don Quijote se puso sobre la testa, cual yelmo refulgente).
Señor de la piedad
Todo grande heroísmo
tiene por resorte o culto el amor a la humanidad. No hay héroe misántropo. El que se
yergue de pronto y sale a dar voces para convocar legiones propónese una brega
que lleva su fuerza vencedora en el amor a los hombres y en el amor a los
hombres confía. Es por eso que es en vano disuadirlo de su empresa. Podrán
decirle que sus enemigos son ejército y que el ejército es de gigantes. Como si
fuera a su vez mesnada de mil lanzas, se arrojará al camino. Sabe que los
vencerá; los vencerá yéndosele la sangre por las abiertas heridas o
saliéndosele el alma por la boca espirante, pues lo heroico es imperecedero y
triunfa con persistir en el recuerdo, en cuya distancia de inmortalidad se
embellece como el sonido más recio se vuelve melodía en el transcurso del
espacio. Cuando alguien echa sobre sus hombros el peso de una inmensa fatiga,
la gente afirma compasiva y burlescamente:
¿Qué hará solo contra el mundo?
Ignora que en eso está el ser héroe y lo sublime consiste en reducir el absurdo
a cosa corriente, pues con estar solo contra el mundo es como al mundo se sirve
y se le salva. He conocido una vez, cuando yo era niño y aprendía el oficio de
vivir ejercitándome en las crueldades de la niñez y corría con la honda tras
los pájaros que llenaban el aire matinal con la dulzura de las canciones, he
conocido, digo, a un anciano que solía sentarse junto a un tronco musgoso y
proferir amonestaciones contra el mal. Su lengua era tosca y silbaba en la
soledad como una amenaza. En vecindad con los árboles, bajo el cielo inocente,
predicaba, irritado e impasible. Nadie oía su prédica, nadie se detenía en el
tránsito de sus quehaceres a oír su queja sagrada. Se le tenía por loco. Pero,
los días lentos llevaron de rincón a rincón de la comarca esa ruda voz de castigo
y de promesa. Al morir, no se recordaba ya su locura. Filas silenciosas de
hombres y mujeres seguían su féretro en medio del campo cubierto de trigo y
montes de amapolas agobiaban el ataúd.
Iba muda la caravana porque su alma
estaba llena con las voces que el viejo enloquecido de piadoso fervor había
lanzado en la soledad estéril. Sabía, por lo tanto, lo que hacía. Hay que
predicar en el desierto, porque siempre se predica en el desierto. El viento
que forman los gritos inútiles del hombre en quien vibra el dolor de los
hombres se propaga como el viento mismo en la llanura desnuda. ¿Qué
importa quién oirá ese clamor vasto y perdido? Se oirá a través del tiempo,
hecho tumulto. El pobrecillo de Asís se ponía en la ribera del río y hablaba a
los peces. Si por allí hubiese pasado San Ignacio de Loyola, ese chato
tenedor de libros de los asuntos divinos, le hubiera dicho, sin duda:
-Hermano Francisco,
pierdes tu tímida elocuencia en objetos sin provecho. ¿Para qué convencer a los
peces? Los peces no pecan y no tienen con qué rescatar sus pecados. No dejan
herencia, no son donatarios de heredades en beneficio de iglesias y de
monasterios. Vete a la ciudad.
Endereza a la viuda rica hacia la senda
devota; reprocha al poderoso sus faltas y perdónale y así contarás con su
poder. Es justo perdonar al poderoso a condición de que nos acate y es
profesión nuestra la severidad con el humilde. En mis Ejercicios Espirituales
hallarás la lección adecuada a tal procedimiento. ¿Por qué te afanas por el
ciego y por el lobo? ¿Qué milagro es el que el lobo se trueque sumiso a tu
sortilegio? ¿No son mejores, acaso, los milagros que yo hago? Junto al altar
dorado de luces, muestro reliquias que me traen los mendicantes y las personas
se prosternan y gimen y dan el óbolo con que compran su redención.
En cambio, el pobrecillo
de Asís peroraba en la
ribera. El agua del río se estremecía y el rumor de la
floresta se paraba para dejar paso a su acento triste y dulce. Y en los siglos
de los siglos, los corazones perciben esa palabra que hizo del desierto su
enorme trompeta. El pobrecillo de Asís era un héroe.
Amaba a los hombres y
amaba a las cosas. La piedad inundaba su espíritu y la derramaba a su alrededor
como un príncipe antiguo las monedas de oro al cruzar una aldea.
Gerchunoff
Así era Don
Quijote. Prototipo del héroe, es el ejemplo conmovedor de la piedad
vertida en su larga expedición en obras de salvadora justicia.
¿Qué es el
sueño de la gloria sino la conquista de la gratitud perpetua de la gente por el
amor hacia ella? Fijaos bien. Si nombramos a uno que vivió centurias
atrás es porque algo ha hecho o algo ha dicho que viene en alivio de nuestra
pena, desde el áspero profeta hasta aquel que combinó, para consolarnos,
palabras deliciosas. Don Quijote es eso. Armado caballero por el dueño de la
venta, deparole el destino la aventura del bosque. Su corazón, movido por
delicadas cuitas, se exalta de furiosa misericordia al ver al débil Andresillo
ligado a una encina y azotado por su amo, Haldudo el rico. Haldudo era el amo
perfecto, no diferente de los que conoció en el cautiverio el evangelista del
paladín. Hacía trabajar al muchacho cuidando ovejas; lo hacía trabajar como al
perro que le seguía y como al perro le trataba y con igual paga por añadidura.
Don Quijote lo libra de sus ligas y lo venga con su justicia. No hagamos caso
de que partido el caballero, el amo volverá a ser inicuo y le irá peor aun al
pequeño esclavo; hay en ese episodio un sentido distinto y es que los Haldudos,
que nacen de la ferocidad y en ella cavan su riqueza y su dicha, se denuncian
ante el mundo y los que son sus víctimas tienen en Don Quijote el vengador.
En
los días de los días, nos acordaremos, al imaginar un mundo reposado en leyes
fraternales, de ese encuentro prodigioso en que resuena la angustia de los sufrientes
y la fría dureza de los negreros. La piedad que nutre a los perseguidores de la
quimera, a los forjadores de las imágenes de la tierra feliz, a los
predicadores de la hermandad armoniosa, mana de ese acto de generosidad. ¿Qué
haríamos sin el sentimiento de piedad? Haríamos, posiblemente, libros
como los de Loyola, descarnados y feos, en que el alma tirita como un mendigo
en la lluvia.
Haríamos libros de doctrina seca, que tienen la espantosa
lobreguez de las cuentas. Necesarios son los números, mas, si no les ponemos el
corazón adelante como unidad brilladora, se trocarán en ceros irremediables.Nada
se ha hecho sin piedad, nada se puede hacer sin frotar un alma con otra alma.
Aun los que se entregan al oficio de la guerra y tienen la muerte por medida de
su hazaña y testigo de su acción, buscan en la misericordia lo que no
encontrarían ni en la razón convincente ni en la fuerza incontrastable.
El
desolado Príamo, al ir a la tienda de Aquiles a reclamar los despojos de
Héctor, no intenta seducirle con argumentos. No le dice: «Ilustre Aquiles: ¿para qué te sirve el cadáver
de mi hijo a quien venciste gloriosamente? ¿Qué ganarás con afrentarlo
entregándolo a la furia de los canes hambrientos?». Ese raciocinio, fundado en
la lógica de los hechos, sería desdeñado por el insigne peleida. Pero Príamo
había vivido y sufrido mucho y sabía que solo la piedad es irresistible. Al
verse ante el vencedor de Héctor, le dijo esto, tan simple, tan doloroso y tan
hondo:
-Acuérdate de tu padre...
Y el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el
negro mar, se aplacó al instante y sus ojos se humedecieron.
Don Quijote es el señor
de la piedad. Santos
sin piedad, son santos tallados en piedra. Los miramos medrosamente como a
promontorios de roca, en que se sientan a descansar las aves de presa. Y
lo prueba el caso de que los héroes de la humanidad, por rígidos y
disciplinados que fueran, si la humanidad los rememora teniendo en ellos su
sostén, es porque en el fondo de su rigidez y en lo duro de su disciplina
resplandece la misericordia, que es la llama de la justicia.
¡Oh Andresillo, hijo mío! No te arrepientas de que, ido el
caballero, volviera a atarte y azotarte tu amo. En más de una ocasión, cuando
ganaba mi jornal en las fábricas, sufrí lo que sufriste. Entonces, mis manos
tenían llagas, llagas verdaderas y sangrantes, que me enseñaron el camino
piadoso del ideal. Al retornar a mi casa, la viejecita de ojos claros y de
frente arrugada por el padecimiento se ponía a mi lado, y de tristes que
estábamos nos volvíamos alegres. Yo le leía el pasaje en que Don Quijote
intercede por ti, y, aunque la viejecita no sabía mi idioma, que es el tuyo, de
sus pupilas profundamente azules, eternamente azules, descendían las lágrimas.
Y te sentía en mí consolado y vengado.